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  • Este n mero abre con los

    2018-10-29

    Este número abre con los “hasta prontos”. Marta Lamas, Hortensia Moreno, Jean Franco y Dora Cardaci han escrito cada una include su manera su texto de una despedida que no lo es (dice Lamas). O que sí (llora Jean Franco). Un hasta luego, dice Cardaci. Un pretexto para hacer balance (Moreno). Cada una esconde o expone su herida, su vivencia de un cambio, de un giro que de forma especial las está impactando en cuerpo y alma. Cada una de nosotras, de ustedes las que leen este número, tendrá su propia historia que contarse, la huella personal que les ha dejado esta revista, convertida ya en un símbolo de muchas batallas y algunas conquistas del feminismo mexicano. Cada una de nosotras tiene algo que contar, y sobre todo, una manera particular de acusar una ausencia más temida que real. No importa, todo sucede en nuestro imaginario. Entonces, ¿para qué sirven las despedidas? Se despiden quienes han estado juntos/as, quienes se reconocen compa- ñeros/as de una parte del camino, haya durado lo que haya durado. “No me dio tiempo de despedirme”, o “se fue sin despedirse” son frases que se desangran en el imposible cierre. Las personas necesitamos poder decir adiós, hasta luego, hasta pronto, buenas noches... Necesitamos prepararnos para la ausencia, para el cambio de situación, para el nuevo escenario. Por eso hemos pedido a estas mujeres, académicas y activistas, muy cercanas todas a D, que de la manera que quisieran, nos escribieran algo que nos permitiera subirnos al barco de su prosa, navegar esa elegía, y llegar al nuevo puerto habiendo exorcizado todo resto de tristeza, listas para una nueva Ítaca. Tal como dice Kavafis, “Itaca te dio el bello viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino”. Para seguir con el tema de la imposible despedida, nos espera la siempre sorprendente palabra de María Inés García Canal. En un texto que se prodiga lentamente, García Canal nos acerca a las profundidades el alma, al oscuro espacio de la melancolía, nos advierte que la mantengamos alejada de la idea de depresión, y nos arrastra, sin solución de continuidad, hasta el territorio de la memoria. En el camino veremos pasar a la edad media, la bilis y los humores negros; luego llegará Freud. Resulta, según nuestro sabio vienés, que la melancolía es una estrategia de resistencia, una fuerza, un torbellino interior que se desata porque no quiere resignarse “a la fuerza reparadora del duelo”. Aceptar el final. Resignarse. Cerrar el ataúd. Echar el cerrojo. Poner punto final. Dejar que entre el consuelo. Que nos atraviese la aceptación. Soltar. Decir adiós. Volver a vivir. De aquí, en un salto magistral que le agradezco personalmente, García Canal nos trae de golpe a endoskeleton la realidad de hoy, y nos obliga a mirar el confuso universo de la memoria. Duelo y melancolía. Duelo y políticas de la memoria. Memoria acongojada, nos dice la autora; sufriente pero activa. Estamos aquí, hoy, en este mundo, atravesados por el “deber de memoria”, la obligación de mantener vivo el recuerdo de algo atroz, de un relato que seguramente lleva implícita la palabra “víctimas”. Lo inolvidable. Esa pérdida que nunca cesa. Lo imposible de olvidar. Aquello que es imprescriptible, dirá Vladimir Yankélévitch. Escribo esto cuando los forenses hacen pruebas de para saber la identidad de los cuerpos encontrados en seis fosas en Ayotzinapa, Guerrero, mientras 43 jóvenes normalistas se encuentran desaparecidos. Unir ambas informaciones resulta inevitable. Y es imprescriptible porque existe la ética y porque esta encuentra un lugar donde alojarse en nuestra memoria. “Desde el espíritu de revuelta”, Adolfo Gilly nos avisa: estamos viviendo en un planeta sin ley. Este artículo se hace más vigente cada hora que pasa; es un tiempo de despojo. Y aunque despojo nos suena a algo material que se nos está quitando, Gilly hace un repaso, histórico, de lo que estamos perdiendo y cómo, a manos de “la expansión del capital sobre ilimitados territorios naturales y humanos en su violento proceso de mundialización”. Poder y violencia, materializados a través del enorme negocio de las armas y de las guerras, explícitas o no; la degradación de la calidad de vida y de los derechos humanos, de los derechos conquistados de los trabajadores... La depredación de los bienes comunes, su privatización afina el autor, se llama despojo y, entiendo, es el fantasma que recorre nuestro tiempo. Es un proceso de larga duración dice Gilly, y su artículo suena a grito de alerta, pero nos deja una angustiosa sensación sobre nuestro tiempo y nuestras pobres posibilidades de hacer algo: “Vida natural y vida humana son invadidas, constreñidas, oprimidas por una fuerza inhumana, incontrolada, cósica, encarnada en sujetos humanos provistos de armas, leyes y dinero. Son testigos el casquete polar y los mares del mundo, las selvas mesoamericana y amazónica, las montañas andinas y sus lagos, las ciudades creciendo sin plan y sin ley.” Pienso al terminar de leer a Gilly, que, para todos, hablar de ley es acercarnos a una cierta posibilidad de justicia social y de no impunidad. Sin embargo, hay una ley que está pasando por otro lado, está sirviendo a otros intereses y estos, es evidente, no tienen que ver con nosotros.